MI PROPUESTA
Por: Manuel E. del Monte Urraca
Algunos de los que últimamente han estado leyendo mis elucubraciones, se estarán
preguntando a que viene este afán por inmiscuirme en temas foráneos, que no se
compadecen con los que he venido tratando, desde hace tiempo. Otros dicen, que
si fue que ya me harté, cambié de nacionalidad, etc. etc.
Pues
bien, los comentarios que he estado haciendo sobre una parte del patrimonio
arquitectónico de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, perteneciente al siglo
XIX, y principios del XX, tan alejado y diferente al correspondiente al siglo
XVI de la ciudad de Santo Domingo, hube de traerlos a colación con un doble
pespunte, o doble intensión.
Cuando
me dedicaba, preocupado por la suerte del patrimonio de nuestra Ciudad Colonial,
lo hacía pensando en la suerte que este había venido corriendo, tanto por ser
desconocida su importancia por parte de la ciudadana, como por esta ignorar lo
que se venía haciendo en el mundo civilizado. Mientras para los dominicanos las
casas antiguas no llegaban a ser más que ruinas habitables, entre otros motivos,
por la pobreza que nos arropaba en todos los sentidos, lo que nos impedía
dedicarnos a mejorarlas, y ponerlas en valor, como se ha hecho en casi todo el
mundo, lo que se impuso fue la demolición de las mismas, y su sustitución por
nuevas construcciones, llegándose, inclusive, a declararlas “peligro público” o
“lesivas al ornato”, que es mucho decir. O someterlas a drásticas
transformaciones, que podía engañas a cualquier experto. Como llegó a
suceder.
De
ahí, que el conjunto urbano que heredáramos de nuestros fundadores empezara a
sufrir variaciones estructurales o fisonómicas, hasta llegar a nuestros tiempos
transformadas casi totalmente. (Ver ilustraciones 1, 2, 3, 4)
A
mi entender, no se trataba de especulación alguna, ni de otros intereses
creados, como ha estado sucediendo actualmente. Afortunadamente, las
disposiciones que impiden lo que antes ocurría, desde el año 1967, mediante la
creación del programa, y la agencia oficial, que regularía todo el proceso, se
han mantenido, lamentablemente, con ciertos tropiezos, propios de la
politiquería criolla.
Es
así, como lo que se ha estado respetando en el casco histórico de Santo Domingo,
con lamentables excepciones, no ha estado sucediendo en otros sectores de la
capital, como es el caso del residencial sector de Gazcue, iniciado a principios
del siglo XX.
En
lo que respecta a la capital de la República Argentina, tan diferente, en todo
sentido, a la de República Dominicana, lo que en parte ha estado sucediendo se
parece al caso dominicano, en el que el dejar hacer se impuso por falta de una
regulación oficial que lo impidiera, en este caso favoreciendo una gran
especulación. (Ver ilustraciones 5, 6, 7)
Es cierto, que lo que conozco al dedillo es el caso santodominguense, al que he dedicado la mayor parte de mi vida, y que el bonaerense solo lo he venido tratando superficialmente. Que el primero se ha impuesto en mí como doliente, y el segundo, como observador impenitente.
Por
otro lado, no puedo negar la admiración que he llegado a sentir por una ciudad
admirable. Que si es cierto, que carece de la antigüedad que modestamente
caracteriza a Santo Domingo, no es menos cierto, que a Buenos Aires no le hacen
falta estos recursos para ser admirada, y catalogada como una de las ciudades
más agradables e interesantes del mundo. ¿Entendido?
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